INVESTIGACIÓN BÁSICA, CULTURA Y UNIVERSIDAD

(LAS PROVINCIAS,Valencia, 28 de Diciembre de 1980)

José A. de Azcárraga

A mediados del siglo pasado la reina Victoria de Inglaterra visitó los laboratorios de Miguel Faraday, el mejor de los físicos experimentales de su época. Algunos de sus descubrimientos tenían interés práctico; otros, que más tarde darían lugar a las leyes del electromagnetismo, no eran por entonces sino simples curiosidades de laboratorio. Se cuenta que la reina preguntó a Faraday sobre la utilidad de sus investigaciones, y que el físico respondió: `Majestad, ¿para qué sirve un niño?' A pesar del tiempo trascurrido, este diálogo sigue siendo representativo de los que frecuentemente tienen lugar entre los investigadores y los responsables de la asignación de fondos para la investigación. Y, generalmente, el escaso apoyo a la investigación pura obedece a la ignorancia de amplios sectores de la sociedad del papel que esa actividad juega en el prograso humano.

La creencia en la falta de resultados prácticos de la investigación básica es una idea persistente, pero errónea: innumerables ejemplos atestiguan que tomar la utilidad inmediata como criterio para el fomento de la investigación no es adecuado ni siquiera para promover avances tecnológicos importantes. Por limitarme a la anécdota antes aludida, añadiré que agracias a investigaciones `sin finalidad práctica' de Faraday y al subsiguiente trabajo de Maxwell tenemos hoy centrales eléctricas, teléfonos, televisión, aparatos de rayos X, ordenadores y un inacabable etcétera. Y que, por el contrario, toda la riqueza de la Inglaterra imperial hubiera resultado inútil de ponerse a la disposición de sus científicos con la concreta y `utilitaria' finalidad, por ejemplo, de inventar la televisión. Es, pues, necesario fomentar la investigación básica porque ella es, aun sin proponérselo, la verdadera impulsora -aunque a veces sea a largo plazo- de los avances tecnológicos que son consustanciales a la sociedad moderna; no estimularla significa comprometer seriamente el futuro con el pago de importaciones de tecnología. En España esta necesidad es particularmente imperiosa y, si bien sería difícil igualar en términos absolutos los presupuestos a ella destinados por otros países europeos, no debería haber razón alguna para no aproximarnos a ellos en términos relativos.

Otra razón más para fomentar la investigación fundamental radica en el hecho, no debidamente subrayado, de que el progreso científico que implica incrementa el patrimonio cultural de la humanidad: la investigación básica genera cultura. Quizá pueda parecer extraño calificar de cultura el acúmulo de conocimientos puramente científicos. Pero al acervo cultural de nuestros días pertenecen con el mismo derecho Shakespeare, Cervantes y Rembrandt que Newton, Darwin y Einstein; y constituye pareja falta de información desconocer `Macbeth' o `El Quijote' que ignorar la ley newtoniana de la gravitación o las ideas centrales de la teoría de la evolución. Nótese que me estoy refiriendo a la ciencia en su sentido más puro; pues, como dice Ortega, hay trozos de la ciencia que no son cultura, sino pura técnica científica. Y entendiendo por cultura el sistema de ideas que cada tiempo posee y desde las cuales ese tiempo vive, no cabe duda que los grandes progresos en la comprensión de la naturaleza debidos a la ciencia forman parte de la cultura. Hay, pues más de un modo de convertirse en un `bárbaro especialista'; y quizá lo más triste de la situación actual es la recíproca incomprensión entre las culturas humanística y científica o, como diría el recientemente fallecido C.P. Snow, la incomprensión que existe entre `las dos culturas'. Y ello a pesar de que, en nuestros días, el espíritu creador humano encuentra en la ciencia uno de sus principales modos de expresión, modo al fin y al cabo no muy alejado de las humanidades: la ciencia, como el arte, no constituye una copia de la naturaleza, sino su recreación.

Es lo cierto que la ciencia y el progreso científico no pueden ser considerados hoy como valores en alza. A la ciencia se le censura frecuentemente haber deshumanizado nuestros valores y convertido a los ciudadanos en autómatas de una sociedad de consumo. Naturalmente, resulta fácil menospreciar los beneficios de la vida moderna cuando se disfruta de ellos; sin embargo, el progreso científico, junto con la justicia social internacional, constituyen el único camino que tiene hoy la humanidad para que sus componentes puedan alcanzar los bienes esenciales -salud, educación, supervivencia de los hijos, longevidad- que los países desarrollados disfrutan ya en grado considerable. Exponente de ese rechazo global a la ciencia por parte de algunos sectores de la sociedad lo constitutye el auge que hoy experimentan supercherías -pues supercherías son, pese a Televisión Española- como el ocultismo y la astrología; las especulaciones sobre platillos volantes, o, simplemente, la repulsa indiscriminada a la energía de origen nuclear. Tal vez esta actitud beligerante contra la ciencia en su conjunto sea aplicable como reacción ante la dificultad de absorber los avances científicos. Con frecuencia se teme y juzga enemigo a lo desconocido: la ciencia no asimilada es por ello mismo tildada de inhumana. Y, sin embargo, los valores en los que se basa el progreso científico -que, innecesario es decirlo, no son patrimonio de los científicos- incluyen la independencia, la libertad de expresión y crítica, la originalidad y la tolerancia, valores todos ellos esencialmente humanos y éticos. La acusación de que la ciencia ha convertido a los ciudadanos en autómatas resulta malintencionada o injusta. Como señala Bronowski, el problema no radica en que los valores humanos no puedan controlar la maquinaria de la ciencia sino en que la maquinaria de los gobiernos es menos humana que el espíritu científico. Y no será necesario advertir que con lo dicho no se propugna la consigna `científicos al poder': como ya advirtió Tomás Moro en 1516, el single-minded man debe enseñar, no gobernar. Y no es ocioso recordar que, veinte años después, Tomás Moro subió al cadalso por desoír su propio consejo.

La necesidad de fomentar la investigación y el reducido apoyo social que suele otorgársele son circunstancias especialmente acusadas en España, cuyos escasos centros de investigación atraviesan una difícil situación. De ellos quizá el más afectado sea la Universidad, institución que se debate hoy entre la penuria económica, el elevado número de alumnos y la carencia de un marco legal reconocido que regule su funcionamiento. En tal situación no puede sorprender el desencanto reinante entre profesores y alummnos. Entre los profesores, por la dificultad de realizar una docencia y una investigación dignas a causa de la escasez de medios y las con frecuencia excesivas obligaciones docentes; entre los alumnos, al constatar la diferencia existente entre la Universidad imaginada y la real. Tal situación no debería prolongarse por más tiempo. La Universidad requiere mayores presupuestos para mejorar la enseñanza y la investigación, incorporar a licenciados jóvenes para formarlos como futuros profesores e investigadores, retribuir mejor a su profesorado y fomentar los intercambios -nacionales e internacionales- con otras universidades (por ejemplo, por medio año sabático, incomprensiblemente ignorado en el proyecto de Ley de Autonomía Universitaria.

Pero también la Universidad habrá de estar a la altura del renovado esfuerzo que solicita de la sociedad. Y a ese efecto deberá exigir, cuando proceda, un más riguroso cumplimiento de sus obligaciones a profesores y alumnos; elevar el nivel de una enseñanza que, en algunas ocasiones, de universitaria tan sólo tiene el nombre; establecer y mantener el contacto con la sociedad en la que se halla enclavado y, finalmente, evitar un provincianismo que podría ser la tentación y es el riesgo de una autonomía mal entendida. De este modo se podrá asemejar a las grandes universidades occidentales en las que, en principio, puede inspirarse: pues no es deseable que España sea de nuevo `diferente' y, siendo la universidad una institución tan extendida y tan antigua, poco nuevo cabe inventar. Sólo así podrá desempeñar la que, incluso en nuestros días, es una función básica de la Universidad: crear ciencia -cultura- y transmitirla.

El debate que ha de tener lugar en el Parlamento con motivo de la Ley de Autonomía Universitaria podría constituir la ocación solemne para poner de manifiesto ante la sociedad española la importancia de la Universidad y de la investigación para el futuro del país. Una ocasi?ón que merece ser aprovechada por los señores diputados y por todos los medios de comunicación social.