LOS ARQUITECTOS BRITÁNICOS Y EL PRÍNCIPE DE GALES

(LAS PROVINCIAS, Valencia, 22-Octubre-1989)

José A. de Azcárraga

El pasado 4 de Septiembre la BBC transmitió por segunda vez el programa del Príncipe de Gales A vision of Britain, que con persuasivas imágenes mostraba el deterioro urbanístico de algunas ciudades del Reino Unido. Una semana después se presentó su libro y se inaguró su exposición en el museo Victoria y Alberto de Londres. Como requiere el fair play inglés, la BBC emitió ese día la respuesta de los arquitectos (`los arquitectos contraatacan', decía su anuncio). La prensa española también se ha hecho eco del debate y, en general, las opiniones profesionales que aquí he leído resultan curiosamente solidarias con las de los arquitectos británicos criticados.

He visto ambos programas, visitado la exposición, y leído el libro, lo que no parecen haber hecho algunos de los censores del príncipe Carlos, demasiado ocupados en desechar a priori sus opiniones por `retrógadas', `incompetentes' o `demagógicas'. Y, como simple ciudadano, debo confesar mi simpatía por muchas de las ideas que expresa en su texto y, en primer lugar, por haber roto el monopolio de opinión que sobre estas materias suele arrogarse el establishment de los arquitectos, británicos en este caso. `Mi principal objetivo -escribe el príncipe Carlos- ha sido iniciar un debate sobre nuestro entorno y, sobre todo, cuestionar las teorías de los profesionales en boga que han conseguido convencer al ciudadano de que carece de opinión autorizada'.

La iniciativa del príncipe ha encontrado un eco favorable en el pueblo británico, a lo que tal vez ha contribuído su conocida devoción a la institución monárquica. Pero, sin duda, A vision of Britain ha sido el catalizador de una insatisfacción general de la ciudadanía por el entorno urbano, que, de pronto, ha encontrado su portavoz. Así lo hace sospechar el mismo `contraataque' del grupo de arquitectos británicos en la BBC, que parece hecho con la convicción de ir contracorriente. Hay en él, justo es decirlo, un reconocimiento de algunos excesos vanguardistas y un intento de justificar ciertos desastres urbanísticos por las necesidades sociales de la postguerra. Pero, también, se arguye una pretendida desigualdad en el debate, como si la personalidad del oponente no tuviera sobrado contrapeso en el todopoderoso Royal Institute of British Architects y, en ocasiones, se descalifican las ideas del príncipe por no venir de un profesional.

Es cierto que, como lo muestra una encuesta del Architect's Journal, esta actitud no es compartida por la mayoría de los arquitectos británicos, en especial por los jóvenes. Pero el establishment de la profesión, blanco especial de las críticas del principe, sí considera las opiniones de éste como un acto de intrusismo, sin advertir que lo que se debate es una cuestión estética, no técnica. Se discute la imagen de los edificios, no el diámetro de sus vigas. ¿Acaso sólo los pintores están capacitados para juzgar la pintura, los profesores sobre la calidad de la enseñanza, o los futbolistas de fútbol?. Dice el príncipe Carlos: `las ciudades son demasiado importantes para dejarlas sólo a los profesionales'. Claro está que tal afirmación adquiere un mayor sentido en el Reino Unido, donde existen más mecanismos que en nuestro país para que el ciudadano intervenga en la planificación de su entorno.

Hay en A vision of Britain una imagen, ya famosa, que ilustra cómo `las teorías arquitectónicas de moda en los años cincuenta y sesenta, seguidas ciegamente por quienes querían estar al día, han producido monstruos que acechan pueblos y ciudades'. Se trata de la panorámica fluvial de Londres que pintó Canaletto en el siglo XVIII y que permaneció prácticamente inalterada hasta hace sólo tres décadas. A esa perspectiva, que lleva la impronta de Christopher Wren, artífice de la reconstrucción de Londres tras el gran incendio de 1666, se le puede superponer una foto con los edificios construidos recientemente (algo que, en menor escala, también se podría hacer en Valencia con nuestra desaparecida Ciudadela). Con excusable exageración, dice el príncipe de Gales: `Londres necesitó tres siglos para crecer tras el Gran Incendio; bastaron quince años para destruir su panorámica'. Una de las críticas más duras del príncipe está dedicada al Teatro Nacional, `semejante a una central nuclear instalada a la orilla del Támesis' (nosotros, por no ser menos, hemos levantado un gigantesco invernadero junto al cauce del Turia, y cerrado parte de éste con toneladas de hormigón). El arquitecto del Teatro, pretendiendo justificar el aspecto exterior por las necesidades funcionales de su interior, manifestaba en la BBC que había sido guiado por su `interés en la forma, la superficie, el espacio'. Trivial y vacía afirmación, pour épater le bourgeois, que cualquiera podría suscribir -también Brunelleschi o Miguel Ángel, aunque con resultados bien distintos.

Cabe preguntarse, desde luego, si los excesos hormigonados como el del mencionado Teatro Nacional podrían revalorizarse en el futuro; la Historia del Arte está llena de ejemplos de estilos y edificios cuyo aprecio ha cambiado con el tiempo. Disraeli, a quien no gustaban las Casas del Parlamento que construyó Barry tras el incendio de 1834, se lamentaba irónicamente de que `no fuera posible ahorcar a los arquitectos en público como escarmiento'. Hoy, la elegante imágen neogótica del Parlamento es el símbolo de Londres. El propio Wren, tan admirado ahora en Inglaterra, no lo fue tanto al final de su vida. Mas con todo, no parece muy arriesgado aventurar que edificios como el Teatro Nacional de Londres, cuya cualidad más sobresaliente es su discordancia con el entorno y su exterior frío y deshumanizado, no ganarán estima con el tiempo.

Es posible que la arquitectura no sea más que un espejo de la sociedad, cuyos valores se manifiestan en los edificios que levanta; así, la masificación y los aspectos menos nobles de la triunfante técnica acaban reflejándose en muchas construcciones, que resultan tan inhumanas e impersonales como las máquinas. Pero en ese caso, y aunque parezca paradójico, resulta natural que el príncipe Carlos haya dirigido sus críticas a los arquitectos y urbanistas más prestigiosos, pues ellos eran -son- los que mejor podían oponerse a la nociva influencia ambiental. Sería ingenuo achacar el deterioro urbano sólo a los intereses de los constructores, de los políticos locales o de los mismos propietarios porque, en el desarrollo arquitectónico, `no fueron éstos quienes establecieron el estilo ni la pauta cultural', sino el establishment de los arquitectos. Y, precisamente por su especial competencia, los sectores más influyentes de la profesión -los Colegios, las Escuelas- estaban en una excelente posición para detectar y denunciar institucionalmente los excesos arquitectónicos cometidos. No lo hicieron así en el Reino Unido (tampoco en España). Quizá sea ésta la causa de su intemperante reacción: una conciencia inquieta ante una voz ajena que se ha atrevido a opinar y, más aún, a señalar.