El apoyo
social a la ciencia ha mejorado mucho en España durante los últimos
decenios. Pese a ello, aún es frecuente encontrar en nuestra sociedad
una actitud de desconocimiento, e incluso de desconfianza, hacia la ciencia.
Si se preguntara al ciudadano medio qué entiende por masa o por
aceleración -el equivalente científico a la cuestión
¿sabe usted leer?- muchas personas no sabrían responder con
acierto. Si la pregunta fuera ¿cuál es la esencia de la
teoría de la relatividad de Einstein? -que, en términos humanísticos,
no va mucho más allá de ¿ha leído usted El
Quijote?- la respuesta sería el silencio o, quizá, que 'todo
es relativo', lo contrario que establece, pese a su nombre, el principio
de relatividad. Hace casi medio siglo, el físico-químico y
novelista inglés Charles P. Snow acuñó la expresión
de las 'dos culturas' para señalar la dicotomía existente entre
la cultura humanista y la científica pese a que, en realidad, son
partes de una única cultura, la Cultura con mayúsculas. El
problema que Snow señaló, aunque atenuado, subsiste todavía,
y tan ajeno a la Cultura es el bárbaro especialista al que se refería
Ortega y Gasset, cuya visión del mundo es tan estrecha como sus conocimientos
técnicos, como quien desconoce -por ejemplo- la trascendencia de
las ideas de Darwin. Claro está que esto no puede sorprender en una
sociedad que sistemáticamente menosprecia el esfuerzo y la maestría
en todos los campos -¡hasta en el Arte!- y que, por el contrario, otorga
rango cultural a un sinnúmero de actividades que no son sino un
pobre sucedáneo de la auténtica cultura. Quizá por
esto una persona muy próxima a mí decidió -hace muchos
años- hacerse unas jocosas tarjetas de visita en las que bajo su
nombre figuraba, en lugar de su profesión de abogado, 'ha leído
El Quijote'. ¿Cuántos españoles adultos habrán
reemplazado la reposada lectura de la obra maestra de nuestras letras por
trivialidades pretendidamente culturales?
Pero volvamos a la ciencia. En los albores del siglo
XXI, cuando se puede discutir con rigor sobre el origen y evolución
del universo, la aparición de la vida o indagar si existe fuera
de nuestro planeta, cuando se conoce el mecanismo -las mutaciones genéticas
y la selección natural- de la aparición y evolución
de las especies, cuando ya se tiene un borrador completo del genoma humano
y la ingeniería genética no hace más que avanzar,
cuando algunos aspectos de la ética del comportamiento pueden analizarse
también a la luz de la sociobiología, cuando se sabe que
hasta ciertas comunidades de primates y mamíferos acuáticos
poseen rudimentos de cultura, cuando la investigación sobre los procesos
neuronales y de adquisición de conocimientos empieza a despegar, no
se puede vivir al margen del avance científico. El siglo XX ha sido,
entre otras cosas, el siglo de la ciencia, que ha probado ser una fuente
esencial de conocimiento sobre el universo y sobre nosotros mismos. Dice
el diccionario de la Real Academia Española que la filosofía
estudia 'la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales'.
Así pues, la ciencia es también filosofía; ésta,
a su vez y etimológicamente, es amor a la sabiduría. Ese amor
es la base de la Cultura: el afán de cultivar los conocimientos humanos
y las facultades intelectuales del hombre. Y de esa única Cultura,
la ciencia constituye una parte esencial.
Se dice a veces, sin embargo, que es mejor ignorar,
que el conocimiento de las causas de los fenómenos les priva de
la poesía y el encanto del misterio. Sin embargo, no hay nada más
satisfactorio que el placer de comprender; de hecho, no cabe disfrute
intelectual más elevado. ¿Acaso no resulta más grata
la contemplación de la Alhambra a quien es capaz descubrir sus rectángulos
áureos y los 17 grupos cristalográficos planos en sus bellos
mosaicos, o la vista de los veleros de la Copa de América a quien
sabe que la espectacular victoria del yate América en 1851 se debió
que a las fibras de sus velas estaban orientadas según la tensión
del viento? ¿Acaso es menos bella la silueta femenina resaltada por
el corte al bies que introdujo Madeleine Vionnet en el París de 1922
porque su efecto sea consecuencia, como la eficacia de las velas del América,
de la teoría de Poisson de la elasticidad? La formación
de la sociedad del s. XXI requiere una mayor atención a las ciencias,
que forman una parte esencial de su mundo. Sin esa mejor enseñanza
de las ciencias, se condenará a los ciudadanos a que las ideas que
configuran buena parte de ese mundo -el universo de lo muy grande y de
lo muy pequeño, la propia naturaleza humana- sean ajenas a su patrimonio
intelectual, lo que les convertirá en espectadores pasivos o desconfiados
de los cambios aún más drásticos que se avecinan.
Dicho sin perífrasis: muchos serán, y no sólo culturalmente
hablando, ciudadanos de segunda clase, y sus decisiones -sean personales
o con trascendencia pública- estarán lastradas por ese desconocimiento.
Nuestra época es, científicamente
hablando, más avanzada que cualquier otra. Buena parte de lo que
juzgamos esencial para el desarrollo de nuestra actividad diaria o simplemente
para nuestra supervivencia no sería posible sin la ciencia y la
tecnología. Por eso es tan importante una adecuada educación
científica; el conocimiento de la naturaleza de las cosas nos hace
comprender y actuar mejor. La ciencia también nos ayuda a cumplir
con el famoso mandato del templo de Apolo en Delfos, pues nos permite conocernos
mejor a nosotros mismos. Siempre me ha parecido, por ejemplo, que un buen
curso de etología debería ser requisito obligado para legislar
en materia educativa, pues las leyes deben adaptarse a la naturaleza humana
y no al revés. De hecho, la actitud frente a un buen número
de problemas sociales y políticos depende de qué concepción
se tenga sobre la naturaleza humana, y muchos fracasos son consecuencia
de pretender que ésta se ajuste a nuestros deseos y prejuicios.
Y concluyo. El mayor problema al que se enfrentan
las sociedades modernas es la adecuación del tiempo biológico
de la especie humana, el mismo en muchos miles de años, a su tiempo
cultural, que evoluciona vertiginosamente. Este enorme desfase, dicho sea
de paso, no es ajeno a las incomprensiones e intolerancias de todo tipo
que el mundo sufre hoy; es también, por ejemplo, la auténtica
raíz de la violencia doméstica (o por razón de sexo,
que la ignorancia del legislador no nos obliga a usar la incorrecta estupidez
de 'violencia de género'). La única forma que existe para
aproximar esos dos tiempos, biológico y cultural, es la educación.
En España, el progreso de la ciencia requiere, ante todo, la mejora
de la enseñanza en todo el ámbito preuniversitario, cuyos
medios dejan aún mucho que desear y, después, la existencia
de universidades de excelencia; no que haya más universidades, que
sobran, sino que algunas sean mucho mejores y se aproximen, aunque sea
de lejos, a Harvard o Cambridge. Nada hay más rentable para una sociedad
que la educación: su coste es despreciable frente al de la ignorancia.