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Ciencia para la sociedad del Siglo XXI
Por José A. de Azcárraga

 
        El apoyo social a la ciencia ha mejorado mucho en España durante los últimos decenios. Pese a ello, aún es frecuente encontrar en nuestra sociedad una actitud de desconocimiento, e incluso de desconfianza, hacia la ciencia. Si se preguntara al ciudadano medio qué entiende por masa o por aceleración -el equivalente científico a la cuestión ¿sabe usted leer?- muchas personas no sabrían responder con acierto. Si la pregunta fuera ¿cuál es la esencia de la teoría de la relatividad de Einstein? -que, en términos humanísticos, no va mucho más allá de ¿ha leído usted El Quijote?- la respuesta sería el silencio o, quizá, que 'todo es relativo', lo contrario que establece, pese a su nombre, el principio de relatividad. Hace casi medio siglo, el físico-químico y novelista inglés Charles P. Snow acuñó la expresión de las 'dos culturas' para señalar la dicotomía existente entre la cultura humanista y la científica pese a que, en realidad, son partes de una única cultura, la Cultura con mayúsculas. El problema que Snow señaló, aunque atenuado, subsiste todavía, y tan ajeno a la Cultura es el bárbaro especialista al que se refería Ortega y Gasset, cuya visión del mundo es tan estrecha como sus conocimientos técnicos, como quien desconoce -por ejemplo- la trascendencia de las ideas de Darwin. Claro está que esto no puede sorprender en una sociedad que sistemáticamente menosprecia el esfuerzo y la maestría en todos los campos -¡hasta en el Arte!- y que, por el contrario, otorga rango cultural a un sinnúmero de actividades que no son sino un pobre sucedáneo de la auténtica cultura. Quizá por esto una persona muy próxima a mí decidió -hace muchos años- hacerse unas jocosas tarjetas de visita en las que bajo su nombre figuraba, en lugar de su profesión de abogado, 'ha leído El Quijote'. ¿Cuántos españoles adultos habrán reemplazado la reposada lectura de la obra maestra de nuestras letras por trivialidades pretendidamente culturales?

    Pero volvamos a la ciencia. En los albores del siglo XXI, cuando se puede discutir con rigor sobre el origen y evolución del universo, la aparición de la vida o indagar si existe fuera de nuestro planeta, cuando se conoce el mecanismo -las mutaciones genéticas y la selección natural- de la aparición y evolución de las especies, cuando ya se tiene un borrador completo del genoma humano y la ingeniería genética no hace más que avanzar, cuando algunos aspectos de la ética del comportamiento pueden analizarse también a la luz de la sociobiología, cuando se sabe que hasta ciertas comunidades de primates y mamíferos acuáticos poseen rudimentos de cultura, cuando la investigación sobre los procesos neuronales y de adquisición de conocimientos empieza a despegar, no se puede vivir al margen del avance científico. El siglo XX ha sido, entre otras cosas, el siglo de la ciencia, que ha probado ser una fuente esencial de conocimiento sobre el universo y sobre nosotros mismos. Dice el diccionario de la Real Academia Española que la filosofía estudia 'la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales'. Así pues, la ciencia es también filosofía; ésta, a su vez y etimológicamente, es amor a la sabiduría. Ese amor es la base de la Cultura: el afán de cultivar los conocimientos humanos y las facultades intelectuales del hombre. Y de esa única Cultura, la ciencia constituye una parte esencial.

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    Se dice a veces, sin embargo, que es mejor ignorar, que el conocimiento de las causas de los fenómenos les priva de la poesía y el encanto del misterio. Sin embargo, no hay nada más satisfactorio que el placer de comprender; de hecho, no cabe disfrute intelectual más elevado. ¿Acaso no resulta más grata la contemplación de la Alhambra a quien es capaz descubrir sus rectángulos áureos y los 17 grupos cristalográficos planos en sus bellos mosaicos, o la vista de los veleros de la Copa de América a quien sabe que la espectacular victoria del yate América en 1851 se debió que a las fibras de sus velas estaban orientadas según la tensión del viento? ¿Acaso es menos bella la silueta femenina resaltada por el corte al bies que introdujo Madeleine Vionnet en el París de 1922 porque su efecto sea consecuencia, como la eficacia de las velas del América, de la teoría de Poisson de la elasticidad? La formación de la sociedad del s. XXI requiere una mayor atención a las ciencias, que forman una parte esencial de su mundo. Sin esa mejor enseñanza de las ciencias, se condenará a los ciudadanos a que las ideas que configuran buena parte de ese mundo -el universo de lo muy grande y de lo muy pequeño, la propia naturaleza humana- sean ajenas a su patrimonio intelectual, lo que les convertirá en espectadores pasivos o desconfiados de los cambios aún más drásticos que se avecinan. Dicho sin perífrasis: muchos serán, y no sólo culturalmente hablando, ciudadanos de segunda clase, y sus decisiones -sean personales o con trascendencia pública- estarán lastradas por ese desconocimiento.   

    Nuestra época es, científicamente hablando, más avanzada que cualquier otra. Buena parte de lo que juzgamos esencial para el desarrollo de nuestra actividad diaria o simplemente para nuestra supervivencia no sería posible sin la ciencia y la tecnología. Por eso es tan importante una adecuada educación científica; el conocimiento de la naturaleza de las cosas nos hace comprender y actuar mejor. La ciencia también nos ayuda a cumplir con el famoso mandato del templo de Apolo en Delfos, pues nos permite conocernos mejor a nosotros mismos. Siempre me ha parecido, por ejemplo, que un buen curso de etología debería ser requisito obligado para legislar en materia educativa, pues las leyes deben adaptarse a la naturaleza humana y no al revés. De hecho, la actitud frente a un buen número de problemas sociales y políticos depende de qué concepción se tenga sobre la naturaleza humana, y muchos fracasos son consecuencia de pretender que ésta se ajuste a nuestros deseos y prejuicios.  

    Y concluyo. El mayor problema al que se enfrentan las sociedades modernas es la adecuación del tiempo biológico de la especie humana, el mismo en muchos miles de años, a su tiempo cultural, que evoluciona vertiginosamente. Este enorme desfase, dicho sea de paso, no es ajeno a las incomprensiones e intolerancias de todo tipo que el mundo sufre hoy; es también, por ejemplo, la auténtica raíz de la violencia doméstica (o por razón de sexo, que la ignorancia del legislador no nos obliga a usar la incorrecta estupidez de 'violencia de género'). La única forma que existe para aproximar esos dos tiempos, biológico y cultural, es la educación. En España, el progreso de la ciencia requiere, ante todo, la mejora de la enseñanza en todo el ámbito preuniversitario, cuyos medios dejan aún mucho que desear y, después, la existencia de universidades de excelencia; no que haya más universidades, que sobran, sino que algunas sean mucho mejores y se aproximen, aunque sea de lejos, a Harvard o Cambridge. Nada hay más rentable para una sociedad que la educación: su coste es despreciable frente al de la ignorancia.