(LAS PROVINCIAS, Valencia, 23-V-1990)
José A. de Azcárraga Feliu
El Ministerio de Educación ha remitido a las Universidades los proyectos finales de reforma de las actuales carreras. Y parece que, bajo un barniz de modernidad, la enseñanza universitaria no va a cambiar suficientemente. Pero no cabe atribuir al Ministerio de Educación toda la responsabilidad en el resultado: los interses corporativos y la inercia de las Universidades han contribuido, también, a que la reforma eluda algunos de los problemas de fondo.
En sus puntos esenciales, la reforma prevé que cada carrera incluya, en cualquier Universidad española, unas asignaturas fundamentales obligatorias llamadas, con escaso gusto, materias `troncales'. Las Universidades quedan en libertad de completar el plan de estudios con otras asignaturas optativas. A cada asignatura se le asigna, utilizando un anglicismo de connotación bancaria, un cierto número de `créditos'. El Ministerio sólo exige, para que un alumno acabe su carrera, que acumule en su expediente (su `cuenta corriente') un saldo mínimo de `créditos'. La idea es excelente, y también muy vieja; así funcionan, por ejemplo, las Universidades americanas. La clave del sistema y de su flexibilidad, sin embargo, es el número total de asignaturas `troncales' y de `créditos' fijados por el Ministerio, y éste parece dejar poca libertad de acción a las Universidades. La reforma queda así reducida a la posible aparición de algunas carreras nuevas y a algunos pequeños cambios en las existentes que, actualmente, ya se rigen por un sitema parecido de asignaturas obligatorias y optativas.
Uno de los puntos que el proyecto no favorece es la reducción de carreras universitarias a cuatro años. Con alguna excepción, como Medicina, ello sería conveniente por varios motivos. El primero porque en algunas carreras se podría prescindir de algunas asignaturas de especialidad sin disminuir la utilidad social de sus respectivas Licenciaturas. En otras, simplemente, su plan de estudios podría condensarse sin reducir excesivamente su contenido; resulta superfluo resaltar la enorme disparidad de esfuerzo que requieren las diferentes carreras. Finalmente, bastaría comparar con otros países. En Inglaterra, que es el caso extremo, Matemáticas, Derecho o Ingeniería se cursan hoy (1990) en tres años, y es obvio que el nivel cultural y tecnológico inglés no se resiente demasiado por ello.
Una menor duración de las carreras permitiría, además, abordar la necesaria mejora de los estudios de Doctorado, que siguen siendo de segunda clase. Las `colonias' del futuro serán países sin investigación básica y sin tecnología propias. Por ello es tan esencial promover la investigación en sus dos vertientes, básica y aplicada. Y a pesar del gran esfuerzo realizado últimamente en inversiones y formación de científicos, aún queda mucho camino por recorrer.
Y esto nos lleva a una reflexión de carácter económico. La mejora de las Universidades requiere, hoy, la concentración de los recursos disponibles, no su dispersión. Pese a sus aparentes ventajas y al fácil entusiasmo con que se acogen estas noticias, la creación de nuevas Universidades puede contribuir, hoy, al empobrecimiento de las ya existentes. Ello no impide establecer Facultades nuevas o duplicar las masificadas, aunque a veces esa masificación refleja problemas estructurales profundos que también habría que afrontar (como, por ejemplo, que nuestra Facultad de Derecho tenga tantos alumnos como toda la Universidad de Cambridge). Pero no es necesariamente ventajoso duplicar facultades que ya existen. Sería mejor y más barato -incluyendo la necesaria política de becas- dotarlas de más medios. Así mejoraría su calidad que, obvio es decirlo, no es proporcional al número de edificios. Calidad, y no cantidad, debe ser hoy lo importante para alumnos, profesores y políticos: no que la facultad esté al lado de su casa, ni la perspectiva de una súbita ampliación de los puestos docentes, ni el logro efectista frente a un electorado mal informado.
Toda reforma se enfrenta con los colectivos a los que afecta; la Universidad no es una excepción. El corporativismo de muchas de sus estructuras no facilita la defensa de los intereses generales a los que la Universidad deber servir. Quizá el Ministerio de Educación ha cedido ante las presiones de sectores poco proclives al cambio. Este era un momento para afrontar el reto europeo y, por ahora, nos quedamos a mitad de camino. Y es que lo más cómodo es cambiar sólo un poco, aunque así todo continúe igual.