(LEVANTE (Valencia), 20-Enero-1991, EL PAIS 16-Abril-91)
José A. de Azcárraga Feliu
El Ministerio de Educación está clasificando las facultades universitarias utilizando la reciente evaluación científica de su profesorado. Y antes de que aparezcan las inevitables críticas a esta nueva iniciativa (por ejemplo: no se pueden comparar circunstancias y financiaciones diferentes, ha habido errores en la evaluación del profesorado, etcétera) convendría indicar algunas razones por las que ese estudio es, a pesar de todo, conveniente. Pues, no obstante las posibles deficiencias de esta primera ordenación, la clasificación de las facultades y universidades no puede traer, a medio y largo plazo, más que beneficios para la sociedad a la que se deben. Y, muy en particular, para los futuros estudiantes, que dispondrán, como en otros países, de una valiosa información -periódica, presumo- para decidir en qué facultades conviene matricularse y cúales son las que sería preferible evitar.
La introdución de criterios de competencia en la universidad española tendrá efectos beneficiosos en la dirección de centros que hoy deberían ser, ante todo, docentes y científicos. El mal gobierno universitario ha gozado tradicionalmente de una cierta impunidad y, con frecuencia, han pesado más en él los aspectos puramente políticos que los científicos. En las elecciones de rectores de universidad y en las de decanos de facultad influyen hoy, en exceso, la orientación política de los candidatos y los intereses corporativos del colegio electoral correspondiente. A partir de ahora, sin embargo, los claustros electorales tendrán un criterio adicional que no se podrá ignorar: las calificaciones científicas obtenidas por las universidades. Cabe esperar que éstas sean un dato más a la hora de juzgar la política universitaria de sus rectores, y que éstos lo tengan muy presente al formar sus equipos y juntas de gobierno.
Suele afirmarse que las universidades tienen escasa autonomía, y que ello diluye la responsabilidad de rectores, decanos y directores. Sin embargo, esto no es del todo exacto: las universidades son en buena parte responsables de la contratación de su propio profesorado, cada vez más local debido al corporativismo reinante; también lo son del reparto de fondos propios de investigación y, dentro de las limitaciones presupuestarias impuestas, de la dotación de plazas docentes. La organización de tales plazas es frecuentemente anómala: en algunos lugares es endémica la escasez de profesores ayudantes -punto de partida en la formación del profesor universitario-, lo que conduce a la degradación de los profesores asociados, que pasan a ser los nuevos penenes. Finalmente, las facultades han de participar en la elaboración de los nuevos planes de estudio, algo nada trivial para su modernización.
La clasificación de las universidades proporcionará, también, un motivo más de reflexión en la creación de otras nuevas en lugares donde la población estudiantil no las hace imprescindibles. Pues toda nueva universidad implica, necesariamente, un menor presupuesto para las universidades existentes, que ya son treinta y cuatro. Y puesto que no es posible crear ex-nihilo una universidad de calidad, es mejor concentrar los recursos disponibles en las actuales. Esto es aplicable, en particular, a las actuales universidades de la Comunidad Valenciana y al Colegio Universitario de Castellón, cuya transformación en nueva universidad responde más a razones políticas que universitarias, y que afectará negativamente al futuro de otras universidades de la Comunidad. Resultaría lamentable que, después de destinar millones del erario público a la creación de una nueva universidad, su nivel científico no justificase las sumas invertidas, o que el alumnado prefiera, utilizando el distrito único, matricularse en otra universidad de mayor calidad. Más aún: siendo la tasa de natalidad española una de las más bajas de Europa y la población universitaria (que pasa del millón) relativamente alta, es probable que a medio plazo disminuya la presión demográfica que hoy sufre la universidad.
El establecimiento del distrito único o compartido será un avance, si llega a aplicarse, en la democratización del acceso a la enseñanza universitaria pública de calidad. Tal distrito conferirá al estudiante libertad para escoger el centro de estudio si su implantación va acompañada de una política de becas que posibilite el cambio de residencia. Pues lo verdaderamente importante es la calidad del centro donde se estudia, no su localización geográfica. Esto producirá una mayor movilidad del estudiante -hoy excesivamente provinciano-, que empezará a considerar, también, la posibilidad de estudiar fuera del país (el programa Erasmus de la CEE es ya un tímido paso en ese sentido). Pero tal movilidad producirá también otra clasificación de las universidades semejante a la que existe en muchos países. Pues no sólo harán su selección los estudiantes, sino también las empresas. De aquí a una docena de años -y no más- habrá en España facultades de primera y de segunda categoría, y también alguna de tercera.
La calidad docente e investigadora de las futuras universidades públicas españolas depende de la política universitaria que se establezca hoy. Esto es algo que merece ser ponderado muy seriamente por los rectores, los decanos y los claustros universitarios, que no pueden ignorar -ni eludir- su actual responsabilidad.