(LAS PROVINCIAS, Valencia, 20-Marzo-1992)
José A. de Azcárraga Feliu
El reciente fallo del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana que anuló el baremo utilizado en las oposiciones de EGB y Enseñanzas Medias constituye una censura sin precedentes para un buen número de instancias educativas del país. Como se recordará, dicho baremo asignaba una valoración desmesurada a los méritos por interinidad y colocaba en una situación de completa inferioridad a los opositores libres, conculcando así el principio de igualdad de oportunidades. Sorprende, sin embargo, la ausencia de algún análisis que vaya más allá de considerar los intereses de los opositores afectados por la sentencia del Tribunal. En efecto, lo más grave no es el delicado problema laboral creado por la sentencia, sino la incorrecta filosofía general que permitió aprobar, en su día, el baremo que luego se aplicó. Por ello, aunque el Tribunal Supremo reconociera a la Consellería capacidad legal para adoptarlo, el baremo seguría siendo académicamente improcedente.
Nadie discutiría que la enseñanza debe estar al servicio de la sociedad, y en especial de los estudiantes. Sin embargo, quienes establecieron el baremo no ignoraban que la gran víctima de su aplicación sería, precisamente, la calidad de la enseñanza. ¿Cómo entender, si no, el establecimiento de una puntuación que conduce a que opositores libres aprobados con altísimas calificaciones se queden sin la plaza que consiguen algunos interinos que, de no serlo, habrían obtenido un suspenso bajo? Cabe suponer que las normas de calificación debieron ser el resultado de una negociación de la Administración con las partes interesadas. Nada hay que oponer a esto; lo sorprendente, y lamentable, es que las distintas autoridades de educación olvidaran su primordial función y responsabilidad al aprobar el susodicho baremo. Y éste es el resultado: la calidad de la EGB y de las enseñanzas medias, de las que depende el futuro del país, se está deteriorando ante la pasividad de las autoridades educativas y, también, de la sociedad en general. Sorprende, por ejemplo, que ninguna asociación de padres de alumnos se haya pronunciado sobre este asunto, como si la calidad de la enseñanza que reciben sus hijos no les concerniera. El resultado es una gran ceremonia de confusión, que permite que todos aseguren defender la enseñanza pública mientras contribuyen de forma decisiva a su degradación.
El caso descrito no es aislado, sino que obedece a una filosofía cada vez más general que confunde el servicio público con el propio servicio y el interés general con el personal. Por ejemplo, el baremo recientemente establecido por la Consellería para juzgar los méritos de profesores agregados de instituto que concurren a la justamente discutida `condición de catedrático', asigna una puntuación ridículamente mezquina al título de doctor, que requiere varios años de trabajo tras la Licenciatura y la defensa de una tesis doctoral. Por el contrario, el baremo permite obtener puntuaciones elevadas por haber seguido cursillos, algunos de muy dudoso valor, fomentando así el cursillismo como método de promoción. Se cae de nuevo en el error de no valorar la formación seria, de fundamental interés para los alumnos, y se consolida así lo que hoy, paradójicamente, define un baremo: puntuación pretendidamente académica destinada a penalizar a quienes destacan por sus conocimientos y su capacidad docente. Se trata, en definitiva, de penalizar la excelencia.
La responsabilidad de las autoridades educativas en esta grave situación de la enseñanza, y de la sociedad que la contempla indiferente, es considerable. Los intereses -los derechos- de los estudiantes, que deberían estar por encima de todo y de todos, son ignorados; ni siquiera son mencionados como parte interesada. Todo parece indicar que quien no está presente en una mesa negociadora no necesita ser tenido en cuenta. Y así se olvida también a los licenciados jóvenes, a los becarios de investigación y a quienes se hallan concluyendo sus carreras. Muchos se esfuerzan en adquirir una buena preparación y aspiran a lograr un puesto de trabajo en la enseñanza tras una competencia leal; su único pecado es carecer de fuerza negociadora en el establecimiento de baremos, y por ello son postergados.
Nada hay más importante para el futuro del país que la calidad de la EGB y la enseñanza media. Quienes dicen defender la enseñanza pública, pero actúan ignorando que los estudiantes son los naturales y primordiales destinatarios de ese servicio público, están promovimiendo su ruina. Lo mismo cabe decir de las instituciones relacionadas con la educación y la cultura en general, que en su mayoría guardan un cómodo y culpable silencio. Pero nadie debe engañar ni engañarse. Nadie podrá decir que defiende la enseñanza pública mientras le pone los clavos a su féretro.