EL PAIS, 15 de Julio de 1999, pág. 12
José A. de Azcárraga
No se descubre nada si se afirma que, pese a los enormes avances realizados, la ciencia tiene en España un atractivo y un apoyo social insuficientes. ¿Cómo mejorar el nivel científico del país? El problema, aunque complejo, presenta algunos aspectos fáciles de identificar y corregir, así como alguna trampa que debe evitarse. La más obvia es que el avance de las ciencias no debe hacerse a costa de las humanidades. Pues, como decía Pío Baroja, "al lado de los filósofos han surgido los inventores, y unos y otros son el orgullo de la Humanidad". Aunque advertía: "Unamuno desdeña a los inventores. Allá él". Es una realidad, sin embargo, que el número relativo de universitarios de ciencias en nuestro país es aún bajo (tenemos facultades de derecho con más alumnos que toda la universidad de Cambridge). Este hecho permite anticipar la insuficiente capacidad de innovación tecnológica de nuestra sociedad, y predecir que nuestro país seguirá teniendo una baja producción de bienes de elevado valor añadido, que son los que caracterizan a los países industriales más avanzados. Por ello, el progreso científico en España requiere, en primer lugar, la mejora de la enseñanza de las ciencias en todo el ámbito pre-universitario, cuya calidad y medios no son, aún, los que nuestra sociedad necesita. Nada es más rentable que la educación: su coste es despreciable frente al de la ignorancia. Y más en la economía global del mundo de hoy, en el que un país puede competir muy poco si su nivel educativo no es suficientemente elevado.
En segundo lugar, es necesario potenciar la investigación, incluyendo la investigación pura, no sólo por lo que ésta implica para el avance del conocimiento, sino por su importancia práctica. "¿Habrá alguno tan menguado de sindéresis", decía Ramón y Cajal, "que no repare que allí donde los principios o los hechos son descubiertos brotan también, por modo inmediato, las aplicaciones?". Pero, aunque Ramón y Cajal pudo costearse personalmente el modesto instrumental que utilizó para ganar el Nobel, esos tiempos quedaron atrás: la ciencia, hoy, es una cuestión de Estado. Por ello, y ante todo, compete al Estado incrementar los fondos de I+D (un escaso 0'9 % del PNB), aún muy lejos de la medida europea (1'9 %). Tal incremento, continuado y planificado a largo plazo, es también imprescindible para evitar la pérdida de muchos investigadores jóvenes, lujo que España no puede permitirse.
Una tercera medida es potenciar la calidad de las universidades españolas. Lo importante, hoy, es la calidad, no el número, excesivo desde hace años (España tiene, además, una bajísima y preocupante tasa de natalidad, y la población universitaria, ya en descenso, se reducirá drásticamente en pocos años). Resulta sorprendente el escaso interés social que existe por tener una buena enseñanza superior. Lo que más parece preocupar a muchos universitarios españoles es que la Facultad o la Escuela estén a la puerta de su casa, no la creación de becas suficientes que permitan realmente su movilidad y estimulen la competencia, pese a que lo importante es qué, cómo y con quién se estudia, no dónde se estudia. De esta forma renuncian de antemano a ampliar sus horizontes, faceta ésta que muchos de sus homólogos europeos y americanos consideran parte irrenunciable de su experiencia universitaria. Desaparecido en la práctica el `distrito único' y por tanto la movilidad estudiantil, se llega a la situación actual, mucho menos provechosa para el país tanto académica como social y económicamente, y que contribuye no poco, dicho sea de paso, al rampante provincianismo de hoy. Carente de la información que sus propias instituciones académicas deberían proporcionarle, la sociedad española establece erróneamente unas exigencias (`mi facultad en mi ciudad') que los gobernantes de todo signo se apresuran a satisfacer, aunque la dispersión de medios perjudique la calidad de la enseñanza superior. La paradoja extrema se presenta cuando la búsqueda de esa calidad se considera antidemocrática. Se acepta sin dificultad la selección de atletas de elite para unas Olimpiadas, o la existencia de equipos de fútbol de distintas divisiones, pero se posterga la excelencia en otros ámbitos, mucho más importantes para el futuro de un país que conseguir trofeos deportivos.
En cuarto lugar, es necesario un cambio de actitud de las instituciones públicas docentes, que deberían estar, como su nombre indica, al servicio del público, es decir, de la sociedad en general y de sus estudiantes muy en particular y no, como frecuentemente sucede, de los estamentos administrativo y docente de esas mismas instituciones. Un primer ejemplo es la insostenible endogamia universitaria, criticada incluso desde el extranjero, pero indirectamente fomentada desde las propias juntas de gobierno, ya sea promoviendo una terminología contraria a la ley (`mi' plaza, etc.) o penalizando a los departamentos cuyo candidato oficial no obtiene la plaza concedida. No menos evidentes son los intereses corporativos que contaminaron la reforma de los planes de estudio universitarios hace media docena de años. ¿Acaso no era previsible el fracaso de planes con un número disparatado de módulos y exámenes por curso? Cabría legítimamente excluir de la actual contrarreforma a quienes diseñaron algunos de los curricula que hoy sufren nuestros estudiantes, incluidos los responsables de llamar módulos a lo que eran, y siguen siendo, asignaturas.
Finalmente, la sociedad debe tener la información necesaria para poder juzgar la calidad de sus universidades y centros de enseñanza. La búsqueda de esa calidad requiere que se efectúen evaluaciones periódicas y públicas por organismos independientes de la institución examinada. Sólo así sus juntas de gobierno sentirán verdaderamente el peso de su responsabilidad, no sólo ante sus claustros, sino ante la sociedad. La cultura de la torre de marfil es siempre perniciosa, pero es peor si no defiende suficientemente la excelencia académica. La existencia de una sanción externa es, hoy, imprescindible para emprender una buena política universitaria. Y no cabe excusarse con que tal evaluación resultaría imperfecta: si el controvertido intento de 1991 hubiera proseguido, perfeccionándose año tras año, hoy existiría una información razonable sobre nuestras universidades, que éstas -y sus Rectores- tendrían que aceptar, cuestionar o justificar públicamente. La reciente autoevaluación experimental de unas pocas facultades, dentro del obsoleto y mal llamado Plan Nacional de Evaluación de la Calidad de las Universidades, no es una evaluación externa, por lo que sólo ha servido para sustraer energías a las tareas docentes y de investigación.
Durante años, la reforma universitaria estuvo centrada en el logro de la autonomía universitaria. Se creía -o se pretendía- que con ella se resolvería casi todo. Pero quien es autónomo es también responsable y, pese a las severas limitaciones que imponen los escasos presupuestos, la autonomía alcanzada exige ya juzgar si las universidades han mejorado en la misma proporción que los crecientes recursos que la sociedad les ha confiado. Planteada así la cuestión, la respuesta es negativa, y la responsabilidad recae, en buena parte, sobre las propias universidades y sus órganos rectores. Pues salvando las debidas excepciones, que las hay, las universidades han desvirtuado la Ley de Reforma Universitaria con la complicidad de los sucesivos ministerios de Educación, han convertido a los profesores asociados en nuevos penenes, han promovido el localismo y elevado el lugar de nacimiento a mérito científico, y han resultado incapaces de elaborar unos buenos planes de estudio pensando en sus estudiantes. Claro está que tampoco supieron dotarse de órganos de gobierno eficaces. La situación, sin embargo, no es nueva. Decía hace cien años Ramón y Cajal: "hoy nos preocupamos de la autonomía universitaria. Está bien. Mas si cada profesor no mejora su aptitud técnica y su disciplina mental; si los centros docentes carecen del heroísmo necesario para resistir las opresoras garras del caciquismo y favoritismo extra e intrauniversitario; si cada maestro considera a sus hijos intelectuales como insuperables arquetipos del talento y de la idoneidad, la flamante autonomía rendirá, poco más o menos, los mismos frutos que el régimen actual. ¿De qué serviría emancipar a los profesores de la tutela del Estado si éstos no tratan de emanciparse a sí mismos, es decir, de sobreponerse a sus miserias éticas y culturales? El problema principal de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente. Y hay pocos hombres que puedan ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros". Por eso es conveniente que se arbitren los medios necesarios para juzgar externamente, como en otros países, la calidad científica de las universidades. Tal evaluación no es la solución, pero sí parte de ella. Y sería, sin duda, un buen incentivo para corregir alguno de los problemas mencionados y prepararse para un futuro verdaderamente europeo.